martes, 12 de mayo de 2015

Delicias en vueltas, Roy & Makuc



Historias en capas



Delicias en vueltas, con guión de Pablo “Roy” Leguísamo e ilustraciones de Lucía “Lucy” Makuc, es la segunda entrega de la serie Historia de las tradiciones, que viera su primer libro en De leche… dulce, publicado hace ya  unos años. En ambos la propuesta está clara: en un formato orientado a los niños se ofrecen relatos sobre la génesis de elementos que cabe pensar como cercanos al corazón de la identidad nacional.  Así, si la primera entrega proponía una historia posible del dulce de leche, este segundo libro hace lo propio con las empanadas.
 
En una primera lectura está claro que Delicias en vueltas da en el blanco en cuanto a su propósito básico. La trama está construida con suficiencia, la intriga atrapa al lector y los hermosos dibujos (y colores) de Makuc son una verdadera delicia de expresividad e imaginación (son especialmente fascinantes las viñetas de las páginas 13, 17 y 18 y la última de la 28). 
 
A la vez, el guión logra establecer otros niveles de lectura, no tan inmediatos, que pueden pensarse ante todo como una declaración de corte no-hay-que-subestimar-a-los-niños (en oposición a tanta literatura infantil que parece asumir que sus pequeños lectores se conforman con cualquier tontería) pero también como el gesto de incorporar guiños o elementos que llaman a la reflexión y la relectura, incluso para lectores adultos.
Se trata de un libro, entonces, que, por repetir aquel chiste de Homero Simpson (en el capítulo “A star is burns”, número 18 de la sexta temporada), “funciona a varios niveles”.
 
Para empezar, el guión construye precisamente dos claros niveles del relato. Está primero la historia de una niña que viaja desde Europa hasta las colonias del Río de la Plata; en algún momento de su larga travesía conoce a un niño esclavo (que viaja en condiciones espantosas) y, tras empatizar con su sufrimiento, le lleva comida bajo la forma de empanadas. Al brindárselas le cuenta una historia, y ahí aparece lo que podríamos pensar como el segundo nivel del relato, o sea una historia-dentro-de-la-historia. Se nos cuenta, entonces, como una niña cuenta una historia.
 
Si el primer relato, entonces, es deliberadamente realista, histórico incluso (se lo pude leer también como un intento de sensibilizar a los jóvenes lectores en relación a la lamentable historia de la esclavitud en el Río de la Plata), el segundo, contado por la niña, es ante todo fantástico. La historia de las empanadas, entonces, es ofrecida como una fantasía: una “genia” (el djinn de la tradición árabe aparece acá como una mujer poderosa) le entrega las empanadas a un muchacho que debe atravesar el desierto para después ganar la mano de una princesa.
 
Parte del buen trabajo de Roy en este guión aparece en las evidentes correspondencias entre las dos historias. En ambas hay un viaje largo y potencialmente peligroso (el camino del barco hacia las colonias y el desierto que debe ser atravesado) y en ambas las empanadas aparecen como el sustento que hace posible la travesía. A la vez, en las dos historias las empanadas son ofrecidas al protagonista (es decir el niño esclavo y el muchacho que busca la mano de la princesa) por un personaje que se encuentra en algo así como un “nivel” superior, sea porque pertenece a una extracción social privilegiada (la niña) o porque su existencia trasciende lo humano (como la genia). A la vez, estos dos personajes que ofrecen un don son mujeres, mientras que quien lo recibe y sobrevive son hombres, lo cual permite una lectura centrada en el empoderamiento del sexo femenino.
 
Otro nivel, además, podría ser el de los procedimientos de corte intertextual, que aparecen ante todo como alusiones a Las mil y una noches, primero en virtud de la ambientación “árabe” de la historia que cuenta la niña y, después, dada la apelación a una historia que, como la de Scheherezade, es interrumpida y retomada a la noche siguiente, proceso que genera, en virtud de un evidente “peligro” que sale al paso, una fuerte tensión narrativa.
 
Que Roy haya logrado concentrar con evidente fluidez estas capas de sentido en una historia tan breve es, sin duda, un logro sumamente atendible. El libro, de hecho, jamás se siente artificioso o caprichoso y –sumándole las recetas y la información histórica extra del útil apéndice parahistorietístico– acierta en todos sus objetivos. Queda esperar, entonces, la tercera y última entrega de la serie, que, según anunció la editorial, narrará la historia del mate en clave enteramente fantástica.

 Publicada en La Diaria el 12 de mayo de 2015

jueves, 19 de febrero de 2015

Sangre y sol, Nahus & Alves



El gallego y los samurais
 

Abel Alves (Ferrol, España, 1981), qué duda cabe, es el más interesante entre los novísimos historietistas de la escena local. Sus primeros trabajos publicados por estas latitudes pertenecen a Zombess, su saga humorística y übergeek iniciada en el blog webcomic Marche un cuadrito y recogida posteriormente en dos volúmenes, Zombi psicópata adolescente y El orbe del conocimiento. Después publicó un relato breve en el compilado Otoño, donde su afición por la obra de H.P.Lovecraft derivó en un tratamiento más alejado del humor y cercano a la fuente de horror cósmico de los famosos Mitos de Cthulhu, y participó del proyecto histórico Bandas Orientales. Ahora –hace unos meses, en realidad– se puede encontrar en librerías su tercer libro, la novela gráfica Sangre y sol.
 
El libro es por supuesto interesante en sí mismo y muy disfrutable como historia de intriga y aventuras en clave de novela histórica (ya llegaremos a eso), pero también vale la pena detenerse por un momento en su lugar dentro de la obra de Alves, quien para esta oportunidad prefirió desempeñarse como guionista y dejar los lápices a otro dibujante. 
 
Podemos pensarlo de muchas maneras, pero quizá sea válido ver en ese gesto algo parecido a lo que lleva a ciertos escritores a publicar algunos de sus libros bajo un  pseudónimo; Levrero, por poner un ejemplo cercano, sintió en su momento que la “persona” que venía construyendo con sus primeros libros no estaba del todo sintonizada con los códigos estéticos y conceptuales de la novela Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo, por lo que optó por firmarla (curiosamente no se trató de un pseudónimo sino de una suerte de recolonización de su nombre “real”) como Jorge Varlotta (recordemos que el nombre completo del autor de Desplazamientos era Jorge Mario Varlotta Levrero). Podría pensarse, entonces, que ciertos contenidos, para Abel Alves, funcionan mejor trabajados en el estilo de otro dibujante, y probablemente tenga razón. Los trazos de Zombess, que funcionan a la perfección dentro de los límites de esa propuesta, difícilmente habrían resultado los ideales para una historia esencialmente “seria” (perdón por el término tan poco preciso) como Sangre y sol, de modo que la idea de confiar ese guión a otro dibujante puede ser reconocido como uno de los primeros aciertos de la propuesta. Y la elección de Nahuel “Nahus” Silva, con su estilo visceral, lleno de manchas y trazos cuya imprecisión parece potenciar tremendamente su expresividad, sin lugar a dudas marcó la personalidad de esta novela gráfica. Es fácil imaginar una historieta de corte histórico que se proponga hacer equivaler la precisión en la representación de la época con un dibujo de línea clara, también preciso y detallista, pero la elección de Silva, justamente, implica una elección diferente y más arriesgada, que confiere a Sangre y sol una personalidad extraordinaria. 
 
Es cierto que algunas viñetas no parecen del todo bien resueltas, o que en algunas páginas el dibujo da la sensación de haber sido notoriamente menos trabajado (la página 16, en particular la tercera viñeta, podría ser un buen ejemplo) que en los mejores momentos del libro, pero defectillos de este tipo no empañan, en mi opinión, el balance general. La idea de poner a Nahuel Silva a cargo de la parte gráfica, entonces, puede pensarse como arriesgada y exitosa, a contrapelo quizá de lo que habría sido la opción conservadora y segura.

Tiempo e historia
1853. Los barcos del Comodoro estadounidense Matthew Perry llegan a Japón e inician el fin de una era. La superioridad militar americana es abrumadora, y los japoneses no pueden hacer otra cosa que aceptar los tratados comerciales propuestos por Estados Unidos, dando así el primer paso hacia la restauración Meiji, época caracterizada por la rápida modernización del país nipón (p.113) 
 
Así comienzan las “Notas históricas” que complementan la historieta propiamente dicha en Sangre y sol. Con ese escenario de una época de profundos cambios en la sociedad japonesa, la novela gráfica de Alves cuenta la historia de Antón, un “bandolero” gallego que se desempeña como guardaespaldas de un diplomático español que, en las primeras páginas del libro, es trasladado desde Manila hasta Japón. Allí ambos se enredarán con las acciones de un grupo de asesinos que deploran la apertura y modernización del país y anhelan un retorno a las viejas tradiciones, para lo cual actúan en plan “terrorista”, asesinando diplomáticos extranjeros. La trama, entonces, es simple, pero su marco histórico –por llamarlo de alguna manera– le permite a Alves una apertura de ideas y referencias que enriquecen la propuesta. Por ejemplo, cerca del final del libro, el líder de los asesinos es confrontado por una de las fuerzas del orden niponas, y en ese diálogo pone en evidencia un sustrato más profundo,  que sirve de algo así como un tema subyacente al libro. El acierto de Alves no es únicamente sacar eso a colación (lo cual es, si se quiere, natural dado el tema de la narración) ni saber a qué altura de su relato hacerlo, sino también el permitir que ese tema (qué hacer frente a los cambios irrefrenables en la sociedad, digamos, y cómo pararse ante el paso del tiempo) logre resignificar el proceso de Antón como personaje. Entre el bandolero español que vive en busca de la aventura y da sentido a sus actos desde un episodio de su adolescencia (página 52) y el asesino japonés que sueña con un tiempo estático, con una sociedad libre de cambios y eterna, aparece el universo en que se instala el libro y en el que propone sus reflexiones y su problemática. 
 
Se ha repetido hasta el cansancio que el cómic histórico encuentra un lugar privilegiado en la más reciente producción historietística local; evidentemente Sangre y sol no es una excepción, pero en lugar de convertirse en una solución fácil para moverse más cómodamente en una escena o mercado bastante pautado por historias de lo “relevante uruguayo” y por un mínimo riesgo a la hora de pensar cómo contar o cómo no contar, lo de Alves aparece como una apuesta más compleja y jugada. No sólo por su elección de dibujante sino especialmente por tratarse de una narrativa más ambiciosa de lo que parece a simple vista y que no cede a ciertos facilismos de tema o presentación. Podría pensarse que hay algo significativo en el hecho de que un español se consolide en la escena historietística local escribiendo sobre la historia de Japón (y la de su país también, evidentemente), lo cual podría también presentarse como tenía que ser un español el que pudiera permitirse hacer una historieta histórica que se aparta de la historia nacional, pero la cosa no se agota ahí. El tema de fondo es qué pasa con la novela gráfica uruguaya (en oposición al relato gráfico breve, serializado o no) y de qué manera sus referentes más claros (Santullo, Leguisamo, Peruzzo) encuentran y moldean sus propios caminos de trabajo y exploración; así aparecen libros como Ranitas, que combinan la narrativa autobiográfica  con el trabajo de observación y construcción de época, o que apelan a la literatura del yo (como la excelente Las partes malas, con guión de Pablo “Roy” Leguisamo), a la memoria histórica (Valizas, de Santullo sería un ejemplo) o a temas especialmente vivos en el debate diario (Vientre, del ya nombrado Roy). Desde este punto de vista, Sangre y sol elige el molde histórico para desarrollar una sensibilidad o una postura ante los cambios, ante la historia (esa “pesadilla de la que me quiero despertar”, como decía el Stephen Dedalus de Joyce), para hacer algo así como una “filosofía”. En su elección del Japón decimonónico como escenario, Alves parecería proponernos algo estrictamente ajeno a los referentes más comunes de la escena historietística local, pero lo hace para hablarnos de un tema que fácilmente podemos imaginar como esencial, independiente de nacionalidad y de época histórica. En ese sentido, su pariente más cercano podría ser el Nicolás Peruzzo de La mudanza, un libro en rigor más sutil o incluso tenue, aunque de gran belleza.
 
Podría hablarse, a la vez, de las maneras en que Alves contruye o reconstruye la historia en Sangre y sol. El apéndice parahistorietístico del libro pone en evidencia la “fidelidad a la historia” en un gesto que es relativamente común en el subgénero histórico (su punto más minucioso en cuanto a la historieta uruguaya podría rastrearse al Matías Castro de Bernardina hacia la tormenta o al Alejandro Rodríguez Juele de La isla elefante), pero el mayor problema de este texto es que resulta casi completamente redundante. Lo que Alves nos cuenta (como el párrafo citado) ya estaba dicho con claridad  en la historieta (la página 17 sería un buen ejemplo), de modo que su traducción o traslación a otro lenguaje parece obedecer a la noción de que ciertos modos de la prosa sirven para apuntalar lo dicho con imágenes y globitos, como si estos no se bastaran por sí mismos. Quizá habría valido la pena menos reiteración y más detalles, como una suerte de zoom en la información histórica implícita en las páginas de historieta. Así, el apéndice aporta poco, hecha la excepción de las fotografías presentadas, que sirvieron de modelo al dibujante para su representación de lugares y rostros, y quizá resulta o bien superfluo o bien una oportunidad no aprovechada de ofrecerle al lector un nivel más denso de representación de una época. Pero eso es secundario: la historieta de Alves y Silva es lo suficientemente elocuente como para que el libro valga la pena y se convierta en una de las publicaciones más interesantes del 2014, además de un libro renovador y significativo para la escena historietística local.

Publicada en La Diaria el 18 de febrero de 2015

jueves, 22 de enero de 2015

Mocha Dick, Francisco Ortega y Gonzalo Martínez


No voy a repetir acá que considero a Moby Dick la novela más grande jamás escrita (bueno, sí, la literatura no es un certámen, pero no puedo evitar pensar que la de Melville, el Tristram Shandy, 2666, Ulises, En busca del tiempo perdido, el ineludible Quijote y alguna más que se me escapa ahora, son realmente el no-va-más del arte novelístico:  novelas totales, libros donde parece encontrarse al universo reunido, en escala, como si fuesen verdaderos alephs), que la leí de verdad hace poco y que esa experiencia de lectura reformateó muchas cosas que pienso (y hago o quiero hacer) de la literatura, en fin... todo eso. Lo que sí me importa como manera de comenzar esta lectura de Mocha Dick, la impresionante novela gráfica de los chilenos Francisco Ortega y Gonzalo Martínez, es meterme un poco más en esa lectura del clásico de Melville, ya se verá por qué.
 
De hecho, me interesan ante todo algunas de las fuentes del gran escritor estadounidense, que basó su novela no sólo en su propia experiencia como ballenero (a bordo del buque Acushnet), sino también (quizá podríamos decir que especialmente) en crónicas y relatos, es decir no en "la vida" sino en "otros textos".
 
Uno de estos relatos fue el del hundimiento del barco ballenero Essex, en 1820, por acción de un cachalote enfurecido (los cachalotes son bastante pacíficos, por los que estos relatos de bestias violentas resultan ser muy singulares y llamativos), y otro el de la ballena albina "Mocha Dick", escrito por un periodista también estadounidense llamado Jeremiah Reynolds. Esta crónica fue publicada en 1839 y titulada Mocha Dick or the white whale of the Pacific, pero Reynolds, que defendía la hipótesis de la Tierra Hueca, también escribió un texto titulado Address, on the Subject of a Surveying and Exploring Expedition to the Pacific Ocean and South Seas (New York, 1836) first given to the House of Representatives on April 2, 1836, que fue eventualmente reseñado por Edgar Allan Poe. Después, agunas de las ideas centrales del texto de Reynolds aparecieron en la escritura de La Narrativa de Arthur Gordon Pym, sin lugar a dudas una de las obras fundamentales de Poe.
 
Y quiero detenerme un momentito en esto. Tenemos Moby Dick y la Narrativa. Se trata de dos textos fundamentales para la literatura que vino después, en particular la del siglo XX. Moby Dick como gran ejemplo de la "novela total" (la que décadas más tarde intentarían Pynchon o Foster Wallace o Roberto Bolaño), y no deja de parecerme maravilloso que ambos tengan un ancestro tan notorio en la obra de un periodista estadounidense relativamente oscuro. Sin La narrativa... no habría Lovecraft, y sin Lovecraft la obra de docenas de escritores de fantasía, terror y ciencia ficción (empezando por Bloch y Bradbury) habría sido completamente distinta.
 
En cualquier caso, hay más fuentes en Moby Dick, y el propio Melville las detalla en alguno de los tantos capítulos "enciclopédicos" donde el tímido y sensible Ismael del principio deja paso a un increíble archivo de la experiencia humana, casi a una computadora viviente. Mocha Dick, sin embargo, no es mencionada (junto a otras ballenas que Melville cita por sus nombres); y esa ausencia es indudablemente singificativa, legible.

Leer la ballena
Interpretar Moby Dick (y acá voy a entender por "interpretar" algo así como poner en evidencia un significado no dicho literalmente o expresamente en el libro en cuestión pero que se desprende de la relación entre lo narrado y el modo de narrarlo y las ideas que juegan en el texto) es una tarea, me parece, destinada al fracaso. El libro es inmenso y no sólo incluye innumerables ideas y puntos de vista sino que, aquí y allá (el capítulo "La blancura de la ballena", por ejemplo) se lee e interpreta a sí mismo; hay algo, entonces, básicamente inalcanzable o inabarcable en la gran novela de Melville y, acaso, en todos los grandes textos de la historia de la literatura. Sin embargo, podemos, creo, jugar a armar modelos a escala y ponerlos a dialogar. Así, uno de los momentos más terribles de Moby Dick es el que recoge un parlamento de Ahab sobre la ballena perseguida. Cito la traducción de Enrique Pezzoni publicada por Debolsillo. A Ahab se le señala que vengarse de un animal es una tarea inútil e incluso "blasfema"; contesta el capitán:

Óyeme una vez más, te daré la explicación más profunda. Todos los objetos visibles, amigo, no son sino máscaras de cartón. Pero en cada acontecimiento, en el acto vivo, en la acción resuelta, algo desconocido pero siempre razonable proyecta sus rasgos tras la máscara que no razona. ¡Y si el hombre quiere golpear, ha de golpear sobre la máscara! ¿Cómo puede salir el prisionero, si no atraviesa el muro? Para mí, la ballena blanca es ese muro que me aprisiona. A veces pienso que no hay nada más allá de él. Pero es bastante para mí. Me obsesiona, me desborda. Veo en la ballena una fuerza atroz poseída de una perversidad inescrutable. Ese algo inescrutable es lo que odio por encima de todo: sea la ballena blanca el mero agente, sea la ballena blanca el amo ordenador, contra ella descargaré mi odio. No me hables de impiedad, amigo, ¡abofetearía al sol si me insultara! (pp.216-217)
Podríamos hablar durante cientos de páginas de este párrafo, incluso de apenas su comienzo y su apelación a una "explicación más profunda". Pero me interesa sobre todo la idea platónica de las máscaras y la idea del "algo inescrutable" detrás.

La otra ballena
¿Y qué pasa con Mocha Dick, la novela gráfica de la que quiero hablar? Para empezar (después de agradecer a Rodolfo Santullo por habérmela prestado: la busqué en Buenos Aires y en ninguna de las comiquerías que visité, lamentable y vergonzosamente, tenían asi fuera la menor idea de qué les estaba pidiendo), diré que no hay en la historieta uruguaya un libro como este, al menos en cuanto a ambición y a valentía. Lo más cercano que puedo pensar es  quizá Dengue, de Santullo y Bergara, aunque sus objetivos y coordenadas son diferentes, a la vez que logra, también, dar cuenta de un amplio mundo ficcional que se expande en el lector después de terminada la lectura.
 
Además, Mocha Dick, como la novela de Melville (de la que podríamos pensar que la obra de Ortega y Martínez es también una variación), logra generar esa pluralidad de lecturas e "interpretaciones". Y un aspecto que me interesa particularmente es, justo, el de ciertas diferencias entre Mocha Dick Moby Dick (los libros, no las ballenas).
 
En la novela gráfica (que podríamos ver también como otra de las descendientes del texto de Reynolds), entonces, el monstruo no es tanto esa encarnación de uuna "fuerza atroz poseída de una perversidad inescrutable"; quizá en tiempos de Melville (si bien hay un capítulo de su novela donde la cuestión de la posible desaparición de los cetáceos es abordada... así sea para concluir que nunca sucederá, lo cual quizá era más fácil de pensar en una época previa a los arpones-granada y otros horribles "avances" en la caza de las ballenas) era más fácil o políticamente correcto (o políticamente neutro, si es que existe tal concepto) presentar con los atributos del monstruo a una ballena. Hoy las vemos de otra manera, yo desde luego incluido, como las víctimas que indudablemente son, incluso como animales esencialmente "nobles" (hay, evidentemente, una importante humanización de seres que no son humanos), a la vez que, con muchísimos argumentos a favor, se sostiene la posibilidad de su autoconciencia, de su inteligencia e, incluso, de la posibilida de considerarlos "personas no humanas" y por tanto sujetos de derechos (yo firmo con entusiasmo cualquier petición o manifiesto al respecto). Pero no era así como se las veía en el siglo XIX. Me resulta por supuesto imposible decir "cómo las veía Melville", pero está claro que su perspectiva sólo puede presentarse como análoga a (o compatible con) la nuestra si tenemos ganas de que así sea y ejerzamos ese acto de lectura concreto y no otro de tantos posibles. Es cierto, sí, que si en Moby Dick sentimos algo de piedad por las ballenas es porque Melville definivitamente presenta a los humanos que la cazan como unas bestias despiadas. ¿O no es tan así? Melville, de hecho, se esfuerza por defender la "noble" profesión ballenera con razones muy de corte moderno: gracias a los productos derivados del cachalote (grasa, espermaceti, ambar gris) es que nuestra civilización ha avanzado y avanza. Pero hay, claro, algo que mueve a la piedad en sus descripciones del horrible trabajo sobre las ballenas. En todo caso, nos queda más o menos claro que Ahab está loco y que ha llevado a la ruina a su tripulación gracias a su obsesión con un animal, y que, en última instancia, la ballena blanca de su novela, quizá también un poco loca (o bastante), es una víctima de la violencia humana, que la deformó y la arruinó, y, en rigor, lo que hace o intenta hacer esta ballena es defenderse. Después de tantos años de persecución, su mejor defensa es siempre un buen ataque. Y -por suerte para ella- está capacidada para hacerlo.
 
Eso no sucede en Mocha Dick. Escrita después del cambio en cómo percibimos a las ballenas, la novela gráfica de Ortega y Martínez espiritualiza al cetáceo apelando a una leyenda mapuche, la del Trempulcahue (comentada en el interesantísimo glosario que complementa a la historieta), de modo que Mocha, la ballena albina, acompaña a los espíritus de los guerreros al más allá. "Eso", entonces, es lo que aguarda detrás de la máscara: una cosmovisión ajena a occidente y a Europa, propia de los perseguidos mapuches, que resultan "tan víctimas" de Europa como las ballenas. Quizá esa operación, central al libro o a mi lectura del mismo, es parte del giro que sus autores proponen en relación al modelo insoslayable que es la novela de Melville. Su mutación, digamos.
 
Así, la ballena blanca en Mocha Dick es un avatar de la divinidad o una entidad cuidadosamente inserta en la economía espiritual del mundo. No es, entonces, el monstruo incongnoscible de Melville sino otra cosa, más cercano a lo sublime y a lo familiar, aunque no para "nuestra" cultura (salvo, claro, que lo leamos desde un intento de fundirnos, en tanto latinoamericanos, con los mapuches; pero ese propósito politico, para nada deleznable, trasciende esta lectura que me interesa construir ahora). En el contexto de la novela gráfica, si la ballena se opone a los balleneros con aparente "crueldad" es porque estos humanos despiadados están destruyendo el delicado balance de la creación, matando cachoros y madres (cosa que queda bastante subrayada en la historieta). Así, la ballena blanca es la guardiana de un orden de cosas, un estado del universo que, quizá, empieza a perderse ya en los tiempos en los que está instalada la acción. Repito: la guardiana de un orden de cosas -vinculado a una doctrina, a una espiritualidad que da nombre a las cosas del mundo y las ordena según una razón "natural", a una gnosis de lo divino- y no un signo de la nada detrás de las apariencias.
 
Si en Moby Dick no entendemos en última instancia qué pasa "detrás" de la ballena albina, del monstruo, y si descubrimos que el intento de acceder a ese "detrás" mediante la destrucción y el odio, como hizo Ahab, sólo conduce a la destrucción (al final solo se salvan el narrador Ismael y la ballena), en Mocha Dick, por el contrario, asistimos al engranaje de otro grado de certezas. Si la novela de Melville construye el vértigo de movernos como podemos, a ciegas en un universo incognoscible, la novela gráfica de Ortega y Martínez proponen al mito como columna vertebral de la realidad. Que Moby Dick pertenezca a la larga tradición moderna en su momento central y que Mocha Dick aparezca después de ese pequeño "después" (o después del fin de la historia) que se dio en llamar posmodernidad, cuando la religión o la religiosidad empiezan a adquirir nuevos significados y cuando el viejo vacío de los modernos (de Rimbaud, de Mallarmé) ya no nos satisface como respuesta, evidentemente aporta a las múltiples lecturas que podemos hacer de ambos libros, que así aparecen como dos variantes sobre el tema de los límites de lo humano y de qué entendemos realmente por naturaleza.

Mocha Dick es un apasionante relato de aventuras, igual que Moby Dick, pero también, como su ilustre predecesor, se acerca a esa manera de trabajar las interrogantes que hace a todas las grandes narrativas, no importa ahora si novelas o novelas gráficas.
 
Dicho de otro modo: pensemos en Bloom y su angustia de las influencias, en el célebre concepto del "agón", por ejemplo el de Joyce con Shakespeare; Mocha Dick es un texto que, desde su título, incluso

desde su portada, se acerca a un libro como pocos, a uno de los verdaderamente grandes. No sé de un mejor elogio que hacer a sus autores que decir que las 142 páginas de su novela gráfica no salen mal paradas de esa lucha, de esa comparación, de esa expedición ballenera.

martes, 20 de enero de 2015

Logicomix, Doxiadis, Papadimitriou, Papadatos, di Donna



¿Quién afeita al peluquero?
 

Mucho se ha hablado y se hablará de las posibilidades didácticas de la historieta; los responsables de Bandas orientales, el comic nacional dedicado a exponer hechos clave de nuestra historia, por ejemplo, suelen destacar las posibilidades de su trabajo a la hora de aportar a la enseñanza de la historia en primaria y secundaria, y evidentemente es fácil mostrarse de acuerdo con sus apreciaciones. A la vez, también está claro que el público al que la apunta la historieta de no ficción no ha de ser exclusivamente el de los niños en edad escolar. 
 
Recientemente han sido distribuidos en Montevideo dos comics, Cosmicómic y Logicómix, que indagan en las posibilidades de la historieta como forma de divulgación científica y filosófica. Ambos, sin embargo, eluden el perfil de una exposición directa de determinados contenidos y optan –quizá tramando a la vez una declaración de corte metahistorietístico o una suerte de poética de la historieta de no ficción– por presentar narrativas, biografías o historias de la ciencia y la lógica. Eso está especialmente claro en Cosmicómic, que cuenta momentos de la vida de los científicos que formularon, a lo largo de cuatro décadas, los fundamentos de la teoría del Big Bang, a la vez que opta por no dedicar demasiadas viñetas a la exposición dura (o más o menos dura) de la teoría.
 
Algo parecido pasa con Logicómix, aunque esta novela gráfica es cientos de veces más valiosa que Cosmicómic y sus méritos trascienden la divulgación científica (o lógica o biográfica). El guión está a cargo del escritor griego Apostolos Doxiadis, autor de la deliciosa novela El tío Petros y la conjetura de Goldbach, con la colaboración del matemático y programador Christos H. Papadimitriou, mientras que las ilustraciones quedaron a cargo de Alecos Papadatos y Annie di Donna. Solamente el trabajo de los dos últimos convierte al libro en una verdadera maravilla; la expresividad de los trazos y el talento para la narración visual son más que evidentes, a la vez que el color es sencillamente bellísimo. Los mejores ejemplos de la conjunción del trabajo de Papadatos y di Donna pueden encontrarse en la página 203, en las dos que la siguen y, especialmente, en la reproducción historietística de una función teatral entre las páginas 309 y 314, en las que no sólo encontramos una narración brillante de lo que está siendo representado sobre el escenario sino que se aportan las reacciones y comentarios de ciertos personajes, armando un ritmo vertiginoso.


En varios niveles
Es difícil elegir dónde empezar a comentar los aciertos de este libro. Si optamos por la mencionada representación teatral, encontramos que en ella se conjugan al menos dos niveles de la ficción: el de la obra teatral en sí (La Orestíada) y el de los espectadores, además de un nivel no construido pero posible y pensable: el de las posibles relaciones (que viven en el proceso de lectura, claro está, en sus opciones) entre lo que se muestra allí y lo que se leyó anteriormente. Pero, además, los espectadores que comentan y se maravillan con la obra son los equivalentes historietísticos de los autores del libro, Doxiados, Papadimitriou, Papadatos y di Donna, por lo que es necesario añadir otro nivel de representación. Así, Logicomix –cuyo tema, en última instancia, es la lógica– propone un sistema complejo en el que podemos distinguir el nivel de la narración del trabajo de sus autores (con numerosas rupturas de la cuarta pared), el “tema” en sí del libro (la vida de Bertrand Russell) y la obra de teatro que culmina la novela. Pero también podríamos pensar en los relatos dentro de los relatos (Russell cuenta su vida a un auditorio, y en esa vida hay historias a su vez contadas por él y por otros) y el posible sistema de relaciones (metafóricas, conceptuales, explicativas, demostrativas) entre esas narraciones. La creación de sentido en Logicomix, entonces, depende de un sistema complejo, de múltiples niveles. Esto, a su vez, es quizá isomórfico con, es un modelo de, la lógica como disciplina.
 
Por supuesto que la lógica ha tenido como tarea la creación, reparación y mantenimiento de sistemas formales y la regulación de las posibilidades de saltar entre niveles de esos sistemas. Un ejemplo sencillo sería el de quien encuentra una lámpara mágica y le pide al genio, como primer deseo, que le sean concedidos quince deseos más (o, si se quiere complicar las cosas, que su deseo no se cumpla); podemos pensar que existe un nivel básico, entonces, el de los deseos formulados, y otro nivel por encima, en el que se habla de los deseos, y ambos niveles se confunden en un deseo sobre deseos. O, dicho de otro modo, hay deseos comunes, que solicitan cosas que no tienen que ver con deseos, y hay también metadeseos, que tienen como objeto otros deseos. Un genio que no quiera volverse loco, entonces, debería prohibir los metadeseos. 
 
¿A qué viene todo esto? A ilustrar una de esas relaciones “metafóricas” entre cosas que pasan en los distintos niveles de Logicomix. Porque parte del mayor aporte de Bertrand Russell a la lógica pasa por cosas como “prohibir los metadeseos” o por establecer ese tipo de “leyes”. Una buena porción de su argumento pasa por la llamada “paradoja de Russell”, que puede ser expuesta de varias maneras. La más fácil es la del peluquero, que encontramos desarrollada en la página 336 de Logicomix: hay un pueblo con un único  peluquero, y ese peluquero trabaja bajo la ley real de que todos los hombres deben ir afeitados y el peluquero debe afeitar a aquellos que no puedan afeitarse por sí mismos; ahora bien, ¿qué hace este peluquero? Si, como peluquero, se afeita, queda claro que es capaz de afeitarse por sí mismo, por lo que no debería afeitarlo el peluquero. Pero el peluquero es él. Y si no se afeita él mismo, debería afeitarlo un peluquero, pero él es el único disponible. Y la ley dice que debe ir afeitado. La formulación más estricta de Russell habla de “conjuntos que se contienen a sí mismos” y “conjuntos que no se contienen a sí mismos”, y plantea la pregunta tramposa de “el conjunto de los conjuntos que no se contienen a sí mismos… ¿se contiene a sí mismo?”. Dejo al lector el quebradero de cabeza.
 
El hecho de que pudiera detectarse un fallo lógico en la teoría de conjuntos (formulada en la década de 1870 por Georg Cantor y Richard Dedekind) puso en evidencia la necesidad de un sistema formal a prueba de paradojas, cuya creación acometería Russell junto a Alfred North Whitehead. El resultado fue el primer volumen del monumental Principia Mathematica (no confundir con la obra de Newton: Principia Mathematica Philosophiae Naturalis), que intenta formalizar la aritmética entendida como base o cimiento de toda la matemática y la lógica. Una excelente exposición del funcionamiento de este sistema formal puede encontrarse en Gödel, Escher, Bach, el clásico de Douglas R. Hosftadter, que comenta con especial detalle por qué el objetivo de Russell y Whitehead fracasó, dado que el sistema formal propuesto como consistente (es decir que todos sus teoremas son verdaderos en virtud de los axiomas y las reglas de inferencia) y completo (que todas las proposiciones verdaderas pertenecen al sistema) también contiene –también debe contener, por su formulación esencial– paradojas y situaciones indecidibles. Es decir: ningún sistema puede ser completo y consistente, según fue demostrado por Kurt Gödel en 1931.
 
De alguna manera, esa derrota, la inevitable a la hora de crear un sistema completo y consistente de la matemática y la lógica (en el que todos sus postulados son demostrables desde un conjunto de axiomas y reglas de inferencia, por lo que todas sus proposiciones son verdaderas, y en el que ninguna proposición verdadera deja de ser demostrable), es el eje de la apasionante biografía de Bertrand Russell propuesta por Logicomix. Pero hay más: el libro deliberadamente fracasa (o puede leerse como un fracaso) por no ser completo –lo sugiere uno de sus personajes/autores– y narra el fracaso del sistema de Russell; además, y para dejar claro su mecanismo autorreferencial, se vuelve una metahistorieta en tanto sus páginas una y otra vez discuten qué se puede hacer, decir y contar con viñetas y globitos.

Locura y muerte
Claro que podemos pensar en otras lecturas y, por lo tanto, otros ejes. La novela gráfica de Doxiadis y Papadimitriou hace especial hincapié en la locura o el miedo a la locura, y presenta las historias de célebres matemáticos y lógicos que terminaron sus días padeciendo alguna enfermedad mental, esquizofrenia y/o depresión, entre ellos Georg Cantor y Gottlob Frege, además del hijo de David Hilbert y Kurt Gödel, quien en sus últimos años padeció una paranoia tan acusada que lo llevó a morir de inanición por miedo a ser envenenado. La “locura”, que también es presentada como una marca quizá hereditaria de la familia de Russell, aparece de alguna manera expuesta en una contradicción o paradoja: por un lado el proyecto de reconstruir los “fundamentos de la matemática” es notoriamente una manera de apuntalar la razón y evitar los errores inevitables para el tratamiento de los problemas de la existencia y el pensamiento en la lengua natural, y por otro es una posible “causa” de la enfermedad mental en quienes abocan su vida a la resolución de sus problemas.
 
Del mismo modo que con Cosmicómic y la teoría del Big Bang, la lógica no es “explicada” en cuadritos, o lo es mínimamente. Logicomix, de todas formas, incluye un interesante glosario donde algunas de las ideas son expuestas… eso sí, como prosa. Pero esto, que podría pensarse como un punto débil del libro o incluso una forma de fracaso, ya está planteado, como señalé más arriba, por los personajes: la versión historietística de Papadimitriou, de hecho, le critica a Doxiadis su reticencia a “explicar” más. El libro, entonces, se critica a sí mismo. Sus autores, en un salto de nivel que haría las delicias de Borges y que parece hacerse eco de aquél pasaje del Quijote donde se examina la biblioteca del hidalgo y se encuentran –y juzgan– libros de Cervantes, comentan el libro que están escribiendo y que, mágicamente, los contiene. Esta paradoja, entonces, se vuelve isomórfica con la de lo narrado: la de la argumentación de Gödel (que se basa en rupturas de nivel y en afirmaciones que hablan de sí mismas), y la de la vida del propio Russell, quien apostó por la lógica para dar coherencia a la vida, precisamente una lógica de la que, en gran medida gracias a los esfuerzos del propio Russel a la hora de crear el sistema formal de los Principia, se probó que las paradojas y contradicciones eran inevitables.
 
En síntesis: pocas veces se reúnen en una novela gráfica tanta inteligencia en el guión y tanta belleza en las ilustraciones. Logicómix es, en ese sentido (y no solo en ese), un libro imprescindible.

Publicada en La Diaria en enero de 2015