jueves, 22 de enero de 2015

Mocha Dick, Francisco Ortega y Gonzalo Martínez


No voy a repetir acá que considero a Moby Dick la novela más grande jamás escrita (bueno, sí, la literatura no es un certámen, pero no puedo evitar pensar que la de Melville, el Tristram Shandy, 2666, Ulises, En busca del tiempo perdido, el ineludible Quijote y alguna más que se me escapa ahora, son realmente el no-va-más del arte novelístico:  novelas totales, libros donde parece encontrarse al universo reunido, en escala, como si fuesen verdaderos alephs), que la leí de verdad hace poco y que esa experiencia de lectura reformateó muchas cosas que pienso (y hago o quiero hacer) de la literatura, en fin... todo eso. Lo que sí me importa como manera de comenzar esta lectura de Mocha Dick, la impresionante novela gráfica de los chilenos Francisco Ortega y Gonzalo Martínez, es meterme un poco más en esa lectura del clásico de Melville, ya se verá por qué.
 
De hecho, me interesan ante todo algunas de las fuentes del gran escritor estadounidense, que basó su novela no sólo en su propia experiencia como ballenero (a bordo del buque Acushnet), sino también (quizá podríamos decir que especialmente) en crónicas y relatos, es decir no en "la vida" sino en "otros textos".
 
Uno de estos relatos fue el del hundimiento del barco ballenero Essex, en 1820, por acción de un cachalote enfurecido (los cachalotes son bastante pacíficos, por los que estos relatos de bestias violentas resultan ser muy singulares y llamativos), y otro el de la ballena albina "Mocha Dick", escrito por un periodista también estadounidense llamado Jeremiah Reynolds. Esta crónica fue publicada en 1839 y titulada Mocha Dick or the white whale of the Pacific, pero Reynolds, que defendía la hipótesis de la Tierra Hueca, también escribió un texto titulado Address, on the Subject of a Surveying and Exploring Expedition to the Pacific Ocean and South Seas (New York, 1836) first given to the House of Representatives on April 2, 1836, que fue eventualmente reseñado por Edgar Allan Poe. Después, agunas de las ideas centrales del texto de Reynolds aparecieron en la escritura de La Narrativa de Arthur Gordon Pym, sin lugar a dudas una de las obras fundamentales de Poe.
 
Y quiero detenerme un momentito en esto. Tenemos Moby Dick y la Narrativa. Se trata de dos textos fundamentales para la literatura que vino después, en particular la del siglo XX. Moby Dick como gran ejemplo de la "novela total" (la que décadas más tarde intentarían Pynchon o Foster Wallace o Roberto Bolaño), y no deja de parecerme maravilloso que ambos tengan un ancestro tan notorio en la obra de un periodista estadounidense relativamente oscuro. Sin La narrativa... no habría Lovecraft, y sin Lovecraft la obra de docenas de escritores de fantasía, terror y ciencia ficción (empezando por Bloch y Bradbury) habría sido completamente distinta.
 
En cualquier caso, hay más fuentes en Moby Dick, y el propio Melville las detalla en alguno de los tantos capítulos "enciclopédicos" donde el tímido y sensible Ismael del principio deja paso a un increíble archivo de la experiencia humana, casi a una computadora viviente. Mocha Dick, sin embargo, no es mencionada (junto a otras ballenas que Melville cita por sus nombres); y esa ausencia es indudablemente singificativa, legible.

Leer la ballena
Interpretar Moby Dick (y acá voy a entender por "interpretar" algo así como poner en evidencia un significado no dicho literalmente o expresamente en el libro en cuestión pero que se desprende de la relación entre lo narrado y el modo de narrarlo y las ideas que juegan en el texto) es una tarea, me parece, destinada al fracaso. El libro es inmenso y no sólo incluye innumerables ideas y puntos de vista sino que, aquí y allá (el capítulo "La blancura de la ballena", por ejemplo) se lee e interpreta a sí mismo; hay algo, entonces, básicamente inalcanzable o inabarcable en la gran novela de Melville y, acaso, en todos los grandes textos de la historia de la literatura. Sin embargo, podemos, creo, jugar a armar modelos a escala y ponerlos a dialogar. Así, uno de los momentos más terribles de Moby Dick es el que recoge un parlamento de Ahab sobre la ballena perseguida. Cito la traducción de Enrique Pezzoni publicada por Debolsillo. A Ahab se le señala que vengarse de un animal es una tarea inútil e incluso "blasfema"; contesta el capitán:

Óyeme una vez más, te daré la explicación más profunda. Todos los objetos visibles, amigo, no son sino máscaras de cartón. Pero en cada acontecimiento, en el acto vivo, en la acción resuelta, algo desconocido pero siempre razonable proyecta sus rasgos tras la máscara que no razona. ¡Y si el hombre quiere golpear, ha de golpear sobre la máscara! ¿Cómo puede salir el prisionero, si no atraviesa el muro? Para mí, la ballena blanca es ese muro que me aprisiona. A veces pienso que no hay nada más allá de él. Pero es bastante para mí. Me obsesiona, me desborda. Veo en la ballena una fuerza atroz poseída de una perversidad inescrutable. Ese algo inescrutable es lo que odio por encima de todo: sea la ballena blanca el mero agente, sea la ballena blanca el amo ordenador, contra ella descargaré mi odio. No me hables de impiedad, amigo, ¡abofetearía al sol si me insultara! (pp.216-217)
Podríamos hablar durante cientos de páginas de este párrafo, incluso de apenas su comienzo y su apelación a una "explicación más profunda". Pero me interesa sobre todo la idea platónica de las máscaras y la idea del "algo inescrutable" detrás.

La otra ballena
¿Y qué pasa con Mocha Dick, la novela gráfica de la que quiero hablar? Para empezar (después de agradecer a Rodolfo Santullo por habérmela prestado: la busqué en Buenos Aires y en ninguna de las comiquerías que visité, lamentable y vergonzosamente, tenían asi fuera la menor idea de qué les estaba pidiendo), diré que no hay en la historieta uruguaya un libro como este, al menos en cuanto a ambición y a valentía. Lo más cercano que puedo pensar es  quizá Dengue, de Santullo y Bergara, aunque sus objetivos y coordenadas son diferentes, a la vez que logra, también, dar cuenta de un amplio mundo ficcional que se expande en el lector después de terminada la lectura.
 
Además, Mocha Dick, como la novela de Melville (de la que podríamos pensar que la obra de Ortega y Martínez es también una variación), logra generar esa pluralidad de lecturas e "interpretaciones". Y un aspecto que me interesa particularmente es, justo, el de ciertas diferencias entre Mocha Dick Moby Dick (los libros, no las ballenas).
 
En la novela gráfica (que podríamos ver también como otra de las descendientes del texto de Reynolds), entonces, el monstruo no es tanto esa encarnación de uuna "fuerza atroz poseída de una perversidad inescrutable"; quizá en tiempos de Melville (si bien hay un capítulo de su novela donde la cuestión de la posible desaparición de los cetáceos es abordada... así sea para concluir que nunca sucederá, lo cual quizá era más fácil de pensar en una época previa a los arpones-granada y otros horribles "avances" en la caza de las ballenas) era más fácil o políticamente correcto (o políticamente neutro, si es que existe tal concepto) presentar con los atributos del monstruo a una ballena. Hoy las vemos de otra manera, yo desde luego incluido, como las víctimas que indudablemente son, incluso como animales esencialmente "nobles" (hay, evidentemente, una importante humanización de seres que no son humanos), a la vez que, con muchísimos argumentos a favor, se sostiene la posibilidad de su autoconciencia, de su inteligencia e, incluso, de la posibilida de considerarlos "personas no humanas" y por tanto sujetos de derechos (yo firmo con entusiasmo cualquier petición o manifiesto al respecto). Pero no era así como se las veía en el siglo XIX. Me resulta por supuesto imposible decir "cómo las veía Melville", pero está claro que su perspectiva sólo puede presentarse como análoga a (o compatible con) la nuestra si tenemos ganas de que así sea y ejerzamos ese acto de lectura concreto y no otro de tantos posibles. Es cierto, sí, que si en Moby Dick sentimos algo de piedad por las ballenas es porque Melville definivitamente presenta a los humanos que la cazan como unas bestias despiadas. ¿O no es tan así? Melville, de hecho, se esfuerza por defender la "noble" profesión ballenera con razones muy de corte moderno: gracias a los productos derivados del cachalote (grasa, espermaceti, ambar gris) es que nuestra civilización ha avanzado y avanza. Pero hay, claro, algo que mueve a la piedad en sus descripciones del horrible trabajo sobre las ballenas. En todo caso, nos queda más o menos claro que Ahab está loco y que ha llevado a la ruina a su tripulación gracias a su obsesión con un animal, y que, en última instancia, la ballena blanca de su novela, quizá también un poco loca (o bastante), es una víctima de la violencia humana, que la deformó y la arruinó, y, en rigor, lo que hace o intenta hacer esta ballena es defenderse. Después de tantos años de persecución, su mejor defensa es siempre un buen ataque. Y -por suerte para ella- está capacidada para hacerlo.
 
Eso no sucede en Mocha Dick. Escrita después del cambio en cómo percibimos a las ballenas, la novela gráfica de Ortega y Martínez espiritualiza al cetáceo apelando a una leyenda mapuche, la del Trempulcahue (comentada en el interesantísimo glosario que complementa a la historieta), de modo que Mocha, la ballena albina, acompaña a los espíritus de los guerreros al más allá. "Eso", entonces, es lo que aguarda detrás de la máscara: una cosmovisión ajena a occidente y a Europa, propia de los perseguidos mapuches, que resultan "tan víctimas" de Europa como las ballenas. Quizá esa operación, central al libro o a mi lectura del mismo, es parte del giro que sus autores proponen en relación al modelo insoslayable que es la novela de Melville. Su mutación, digamos.
 
Así, la ballena blanca en Mocha Dick es un avatar de la divinidad o una entidad cuidadosamente inserta en la economía espiritual del mundo. No es, entonces, el monstruo incongnoscible de Melville sino otra cosa, más cercano a lo sublime y a lo familiar, aunque no para "nuestra" cultura (salvo, claro, que lo leamos desde un intento de fundirnos, en tanto latinoamericanos, con los mapuches; pero ese propósito politico, para nada deleznable, trasciende esta lectura que me interesa construir ahora). En el contexto de la novela gráfica, si la ballena se opone a los balleneros con aparente "crueldad" es porque estos humanos despiadados están destruyendo el delicado balance de la creación, matando cachoros y madres (cosa que queda bastante subrayada en la historieta). Así, la ballena blanca es la guardiana de un orden de cosas, un estado del universo que, quizá, empieza a perderse ya en los tiempos en los que está instalada la acción. Repito: la guardiana de un orden de cosas -vinculado a una doctrina, a una espiritualidad que da nombre a las cosas del mundo y las ordena según una razón "natural", a una gnosis de lo divino- y no un signo de la nada detrás de las apariencias.
 
Si en Moby Dick no entendemos en última instancia qué pasa "detrás" de la ballena albina, del monstruo, y si descubrimos que el intento de acceder a ese "detrás" mediante la destrucción y el odio, como hizo Ahab, sólo conduce a la destrucción (al final solo se salvan el narrador Ismael y la ballena), en Mocha Dick, por el contrario, asistimos al engranaje de otro grado de certezas. Si la novela de Melville construye el vértigo de movernos como podemos, a ciegas en un universo incognoscible, la novela gráfica de Ortega y Martínez proponen al mito como columna vertebral de la realidad. Que Moby Dick pertenezca a la larga tradición moderna en su momento central y que Mocha Dick aparezca después de ese pequeño "después" (o después del fin de la historia) que se dio en llamar posmodernidad, cuando la religión o la religiosidad empiezan a adquirir nuevos significados y cuando el viejo vacío de los modernos (de Rimbaud, de Mallarmé) ya no nos satisface como respuesta, evidentemente aporta a las múltiples lecturas que podemos hacer de ambos libros, que así aparecen como dos variantes sobre el tema de los límites de lo humano y de qué entendemos realmente por naturaleza.

Mocha Dick es un apasionante relato de aventuras, igual que Moby Dick, pero también, como su ilustre predecesor, se acerca a esa manera de trabajar las interrogantes que hace a todas las grandes narrativas, no importa ahora si novelas o novelas gráficas.
 
Dicho de otro modo: pensemos en Bloom y su angustia de las influencias, en el célebre concepto del "agón", por ejemplo el de Joyce con Shakespeare; Mocha Dick es un texto que, desde su título, incluso

desde su portada, se acerca a un libro como pocos, a uno de los verdaderamente grandes. No sé de un mejor elogio que hacer a sus autores que decir que las 142 páginas de su novela gráfica no salen mal paradas de esa lucha, de esa comparación, de esa expedición ballenera.

martes, 20 de enero de 2015

Logicomix, Doxiadis, Papadimitriou, Papadatos, di Donna



¿Quién afeita al peluquero?
 

Mucho se ha hablado y se hablará de las posibilidades didácticas de la historieta; los responsables de Bandas orientales, el comic nacional dedicado a exponer hechos clave de nuestra historia, por ejemplo, suelen destacar las posibilidades de su trabajo a la hora de aportar a la enseñanza de la historia en primaria y secundaria, y evidentemente es fácil mostrarse de acuerdo con sus apreciaciones. A la vez, también está claro que el público al que la apunta la historieta de no ficción no ha de ser exclusivamente el de los niños en edad escolar. 
 
Recientemente han sido distribuidos en Montevideo dos comics, Cosmicómic y Logicómix, que indagan en las posibilidades de la historieta como forma de divulgación científica y filosófica. Ambos, sin embargo, eluden el perfil de una exposición directa de determinados contenidos y optan –quizá tramando a la vez una declaración de corte metahistorietístico o una suerte de poética de la historieta de no ficción– por presentar narrativas, biografías o historias de la ciencia y la lógica. Eso está especialmente claro en Cosmicómic, que cuenta momentos de la vida de los científicos que formularon, a lo largo de cuatro décadas, los fundamentos de la teoría del Big Bang, a la vez que opta por no dedicar demasiadas viñetas a la exposición dura (o más o menos dura) de la teoría.
 
Algo parecido pasa con Logicómix, aunque esta novela gráfica es cientos de veces más valiosa que Cosmicómic y sus méritos trascienden la divulgación científica (o lógica o biográfica). El guión está a cargo del escritor griego Apostolos Doxiadis, autor de la deliciosa novela El tío Petros y la conjetura de Goldbach, con la colaboración del matemático y programador Christos H. Papadimitriou, mientras que las ilustraciones quedaron a cargo de Alecos Papadatos y Annie di Donna. Solamente el trabajo de los dos últimos convierte al libro en una verdadera maravilla; la expresividad de los trazos y el talento para la narración visual son más que evidentes, a la vez que el color es sencillamente bellísimo. Los mejores ejemplos de la conjunción del trabajo de Papadatos y di Donna pueden encontrarse en la página 203, en las dos que la siguen y, especialmente, en la reproducción historietística de una función teatral entre las páginas 309 y 314, en las que no sólo encontramos una narración brillante de lo que está siendo representado sobre el escenario sino que se aportan las reacciones y comentarios de ciertos personajes, armando un ritmo vertiginoso.


En varios niveles
Es difícil elegir dónde empezar a comentar los aciertos de este libro. Si optamos por la mencionada representación teatral, encontramos que en ella se conjugan al menos dos niveles de la ficción: el de la obra teatral en sí (La Orestíada) y el de los espectadores, además de un nivel no construido pero posible y pensable: el de las posibles relaciones (que viven en el proceso de lectura, claro está, en sus opciones) entre lo que se muestra allí y lo que se leyó anteriormente. Pero, además, los espectadores que comentan y se maravillan con la obra son los equivalentes historietísticos de los autores del libro, Doxiados, Papadimitriou, Papadatos y di Donna, por lo que es necesario añadir otro nivel de representación. Así, Logicomix –cuyo tema, en última instancia, es la lógica– propone un sistema complejo en el que podemos distinguir el nivel de la narración del trabajo de sus autores (con numerosas rupturas de la cuarta pared), el “tema” en sí del libro (la vida de Bertrand Russell) y la obra de teatro que culmina la novela. Pero también podríamos pensar en los relatos dentro de los relatos (Russell cuenta su vida a un auditorio, y en esa vida hay historias a su vez contadas por él y por otros) y el posible sistema de relaciones (metafóricas, conceptuales, explicativas, demostrativas) entre esas narraciones. La creación de sentido en Logicomix, entonces, depende de un sistema complejo, de múltiples niveles. Esto, a su vez, es quizá isomórfico con, es un modelo de, la lógica como disciplina.
 
Por supuesto que la lógica ha tenido como tarea la creación, reparación y mantenimiento de sistemas formales y la regulación de las posibilidades de saltar entre niveles de esos sistemas. Un ejemplo sencillo sería el de quien encuentra una lámpara mágica y le pide al genio, como primer deseo, que le sean concedidos quince deseos más (o, si se quiere complicar las cosas, que su deseo no se cumpla); podemos pensar que existe un nivel básico, entonces, el de los deseos formulados, y otro nivel por encima, en el que se habla de los deseos, y ambos niveles se confunden en un deseo sobre deseos. O, dicho de otro modo, hay deseos comunes, que solicitan cosas que no tienen que ver con deseos, y hay también metadeseos, que tienen como objeto otros deseos. Un genio que no quiera volverse loco, entonces, debería prohibir los metadeseos. 
 
¿A qué viene todo esto? A ilustrar una de esas relaciones “metafóricas” entre cosas que pasan en los distintos niveles de Logicomix. Porque parte del mayor aporte de Bertrand Russell a la lógica pasa por cosas como “prohibir los metadeseos” o por establecer ese tipo de “leyes”. Una buena porción de su argumento pasa por la llamada “paradoja de Russell”, que puede ser expuesta de varias maneras. La más fácil es la del peluquero, que encontramos desarrollada en la página 336 de Logicomix: hay un pueblo con un único  peluquero, y ese peluquero trabaja bajo la ley real de que todos los hombres deben ir afeitados y el peluquero debe afeitar a aquellos que no puedan afeitarse por sí mismos; ahora bien, ¿qué hace este peluquero? Si, como peluquero, se afeita, queda claro que es capaz de afeitarse por sí mismo, por lo que no debería afeitarlo el peluquero. Pero el peluquero es él. Y si no se afeita él mismo, debería afeitarlo un peluquero, pero él es el único disponible. Y la ley dice que debe ir afeitado. La formulación más estricta de Russell habla de “conjuntos que se contienen a sí mismos” y “conjuntos que no se contienen a sí mismos”, y plantea la pregunta tramposa de “el conjunto de los conjuntos que no se contienen a sí mismos… ¿se contiene a sí mismo?”. Dejo al lector el quebradero de cabeza.
 
El hecho de que pudiera detectarse un fallo lógico en la teoría de conjuntos (formulada en la década de 1870 por Georg Cantor y Richard Dedekind) puso en evidencia la necesidad de un sistema formal a prueba de paradojas, cuya creación acometería Russell junto a Alfred North Whitehead. El resultado fue el primer volumen del monumental Principia Mathematica (no confundir con la obra de Newton: Principia Mathematica Philosophiae Naturalis), que intenta formalizar la aritmética entendida como base o cimiento de toda la matemática y la lógica. Una excelente exposición del funcionamiento de este sistema formal puede encontrarse en Gödel, Escher, Bach, el clásico de Douglas R. Hosftadter, que comenta con especial detalle por qué el objetivo de Russell y Whitehead fracasó, dado que el sistema formal propuesto como consistente (es decir que todos sus teoremas son verdaderos en virtud de los axiomas y las reglas de inferencia) y completo (que todas las proposiciones verdaderas pertenecen al sistema) también contiene –también debe contener, por su formulación esencial– paradojas y situaciones indecidibles. Es decir: ningún sistema puede ser completo y consistente, según fue demostrado por Kurt Gödel en 1931.
 
De alguna manera, esa derrota, la inevitable a la hora de crear un sistema completo y consistente de la matemática y la lógica (en el que todos sus postulados son demostrables desde un conjunto de axiomas y reglas de inferencia, por lo que todas sus proposiciones son verdaderas, y en el que ninguna proposición verdadera deja de ser demostrable), es el eje de la apasionante biografía de Bertrand Russell propuesta por Logicomix. Pero hay más: el libro deliberadamente fracasa (o puede leerse como un fracaso) por no ser completo –lo sugiere uno de sus personajes/autores– y narra el fracaso del sistema de Russell; además, y para dejar claro su mecanismo autorreferencial, se vuelve una metahistorieta en tanto sus páginas una y otra vez discuten qué se puede hacer, decir y contar con viñetas y globitos.

Locura y muerte
Claro que podemos pensar en otras lecturas y, por lo tanto, otros ejes. La novela gráfica de Doxiadis y Papadimitriou hace especial hincapié en la locura o el miedo a la locura, y presenta las historias de célebres matemáticos y lógicos que terminaron sus días padeciendo alguna enfermedad mental, esquizofrenia y/o depresión, entre ellos Georg Cantor y Gottlob Frege, además del hijo de David Hilbert y Kurt Gödel, quien en sus últimos años padeció una paranoia tan acusada que lo llevó a morir de inanición por miedo a ser envenenado. La “locura”, que también es presentada como una marca quizá hereditaria de la familia de Russell, aparece de alguna manera expuesta en una contradicción o paradoja: por un lado el proyecto de reconstruir los “fundamentos de la matemática” es notoriamente una manera de apuntalar la razón y evitar los errores inevitables para el tratamiento de los problemas de la existencia y el pensamiento en la lengua natural, y por otro es una posible “causa” de la enfermedad mental en quienes abocan su vida a la resolución de sus problemas.
 
Del mismo modo que con Cosmicómic y la teoría del Big Bang, la lógica no es “explicada” en cuadritos, o lo es mínimamente. Logicomix, de todas formas, incluye un interesante glosario donde algunas de las ideas son expuestas… eso sí, como prosa. Pero esto, que podría pensarse como un punto débil del libro o incluso una forma de fracaso, ya está planteado, como señalé más arriba, por los personajes: la versión historietística de Papadimitriou, de hecho, le critica a Doxiadis su reticencia a “explicar” más. El libro, entonces, se critica a sí mismo. Sus autores, en un salto de nivel que haría las delicias de Borges y que parece hacerse eco de aquél pasaje del Quijote donde se examina la biblioteca del hidalgo y se encuentran –y juzgan– libros de Cervantes, comentan el libro que están escribiendo y que, mágicamente, los contiene. Esta paradoja, entonces, se vuelve isomórfica con la de lo narrado: la de la argumentación de Gödel (que se basa en rupturas de nivel y en afirmaciones que hablan de sí mismas), y la de la vida del propio Russell, quien apostó por la lógica para dar coherencia a la vida, precisamente una lógica de la que, en gran medida gracias a los esfuerzos del propio Russel a la hora de crear el sistema formal de los Principia, se probó que las paradojas y contradicciones eran inevitables.
 
En síntesis: pocas veces se reúnen en una novela gráfica tanta inteligencia en el guión y tanta belleza en las ilustraciones. Logicómix es, en ese sentido (y no solo en ese), un libro imprescindible.

Publicada en La Diaria en enero de 2015

Cosmicómic, Amedeo Balbi, Rossano Piccioni



Viñetas del Big Bang




En el documental biográfico de 1991 A brief history of time, Stephen Hawking cuenta que en un momento de su vida debió decidirse por especializarse en física de partículas o cosmología, y que eligió esta última porque la primera carecía de una teoría general y le daba la sensación de que sus investigadores operaban como botánicos, clasificando plantas en un esquema taxonómico, en este caso de tipos o familias de partículas, mientras que la cosmología contaba con una teoría abarcativa y fundamental. 
 
Se trata, claro, de la Teoría General de la Relatividad, publicada por Albert Einstein en 1916. Es, ante todo, una teoría geométrica de la gravitación, que la describe en términos de curvatura del espacio (en rigor del espaciotiempo, ya que lo que percibimos como tiempo puede ser alterado también por la gravedad, como deja bien claro la fascinante película de 2014 Interestelar) y no tanto a la manera newtoniana de interacción a distancia entre objetos masivos. Ahora bien, las ecuaciones que estipulan de qué manera la materia y la energía curvan el espaciotiempo, conocidas como las diez “ecuaciones de campo”, pueden resolverse de manera que describan la forma a gran escala del universo. Es decir, estas ecuaciones pueden ofrecer un modelo teórico del universo, de su “forma”.
 
El cosmólogo y matemático ruso Albert Friedmann propuso entre 1922 y 1924 una solución para las ecuaciones de Einstein que predecía que el universo debía estar expandiéndose. La idea pareció contraintuitiva, y Einstein, que creía firmemente en un universo estático, de hecho había incorporado a sus ecuaciones una constante (la “constante cosmológica”) que permitía obtener una solución en la que el universo no se expandía. 
 
A la vez, hasta 1924 el universo se suponía reducido más o menos a lo que ahora llamamos la galaxia de la Vía Láctea, de la que nuestro sol forma parte. Las que actualmente sabemos galaxias distantes entonces eran consideradas “nebulosas”, vecinas cercanas en el espacio, digamos. Fueron las observaciones de Edwin Hubble, entonces, las que demostraron que estas nebulosas, en realidad, se encontraban a distancias impensadas y que eran vastísimas colecciones de estrellas. La escala del universo, por así decirlo, cambió para siempre. 
 
Además, en 1929 Hubble descubrió que cuanto más remota era una galaxia más rápido parecía alejarse de nosotros. En rigor no se trata que ocupemos el centro de una fuga de galaxias, idea que apareció en varios cuentos de ciencia ficción de la época, sino que cada galaxia (un observador en esa galaxia, evidentemente) percibe que todas las demás se alejan de ella porque el espacio en sí es el que se expande. Estas observaciones, de inmediato verificadas por la comunidad científica, establecieron la expansión del universo como un hecho real, hasta el punto que Einstein señaló que la constante cosmológica –propuesta, recordemos, para garantizar un universo estático– había sido el mayor error de su vida.
 
Pero la cosa no se quedó allí. La idea de que el universo se expandía podía fácilmente ser dada vuelta, de modo que además de pensar que en el futuro las galaxias estarán todavía más lejos las unas de las otras, cabe imaginar que en el pasado remoto estaban más cerca, y que en algún momento todo el universo pudo existir en una región extremadamente reducida, un “átomo primordial”, en términos del astrónomo belga (y sacerdote católico) Georges Lemaître, que propuso esa posible descripción de un momento en el pasado remoto del universo. 
 
La hipótesis no fue inmediatamente aceptada, y la expansión del universo se explicó en términos de una “creación continua” de materia, que podía explicarse en términos de un universo eterno, sin comienzo ni final. El astrónomo inglés Fred Hoyle, defensor de esa noción, usó el término Big Bang (“gran explosión”) para ridiculizar las ideas de Lemaître; sin embargo, desarrollos y observaciones posteriores terminaron por convencer a la comunidad científica de aceptar, precisamente, la teoría del Big Bang.
 
La más importante de esas observaciones fue realizada por los radioastrónomos Arno Penzias y Robert Wilson, en 1964. Los teóricos Albert Gamow, Ralph Alpher y Robert Herman habían predicho que en sus comienzos la temperatura (y la densidad) del universo debió ser altísima, y que la radiación emitida entonces, debilitada por la expansión del espaciotiempo, todavía debería poder ser detectada. Así, Penzias y Wilson descubrieron que sin importar hacia dónde apuntaran su radiotelescopio, recibían siempre una señal de estática, proveniente de la bóveda celeste completa. Tras descartar todas las fuentes de contaminación posible, concluyeron que esa señal era el fósil de la radiación primitiva del universo.

La explosión en cuadritos
Cosmicómic, con guión del astrofísico italiano Amedeo Balbi e ilustraciones de Rossano Piccioni, cuenta esta historia del Big Bang. Centrada en el descubrimiento de Penzias y Wilson, presenta los aportes de Einstein, Lemaître, Gamow y Friedmann a manera de flashbacks, explicando de paso los conceptos astrofísicos necesarios para comprender la teoría.
 
La narrativa es efectiva y fluida, apoyada sobre todo en datos como lugares y fechas a la hora de introducir los flashbacks. Es concebible que esto podía haber sido resuelto de una manera más interesante, pero eso no quiere decir que la presentación de los hechos a cargo de Balbi no funcione. Quizá el libro deja sabor a poco, en tanto elementos sumamente interesantes de la teoría del Big Bang quedan por fuera, pero esto se debe, claro está, a una decisión consciente de los autores de terminar su historia con el premio Nobel entregado a Penzias y Wilson. Quizá podamos esperar un segundo tomo dedicado a los problemas de la teoría estándar del Big Bang  y su posible resolución a través del modelo inflacionario, que predice que el universo, en sus primeras fracciones de segundo, se expandió a una velocidad increíble, luego reducida drásticamente. 
 
La parte gráfica no es deslumbrante, pero no por ello carece de encanto. Hay viñetas especialmente graciosas, como las que conforman las páginas 36 y 37 y reconstruyen la visión de Einstein de una habitación flotando en el espacio, libre de gravedad hasta que es acelerada.
 
Podría pedirse también a este libro que “explique más” o que sea un poco más exhaustivo desde el punto de vista de la divulgación científica. No me parece una respuesta válida que el lenguaje del cómic está de alguna manera peleado con una exposición de tipo más denso: Economix, la excelente novela gráfica de Michael Goodwin (guión) y Dan E. Burr (ilustraciones), por ejemplo, logra crear una poderosísima historia de la economía y ofrecer una buena descripción de sus modelos más importantes. Una descripción, cabe destacar, bastante exhaustiva al nivel de alguien no formado en la materia. En ese sentido, Cosmicómic no está para nada a la altura de clásicos de la divulgación científica como El universo, de Asimov, o Historia del tiempo  y El universo en una cáscara de nuez, de Stephen Hawking, o incluso libros más ligeros pero no por ello menos interesantes como Bang!, del guitarrista de Queen Brian May, el astrónomo Patrick Moore y el físico Chris Lintott. Probablemente el interés de sus autores pasó más por la narrativa que por la exposición de ideas, y es una opción válida.
 
Quizá el lector de Cosmicómic, entonces, no salga de su experiencia de lectura con una idea sólida de la teoría del Big Bang (sólida a nivel intuitivo, claro, sin apelar a los complejos modelos matemáticos), pero sí habrá recorrido una buena exposición de ciertos momentos en la vida de las personas que contribuyeron a esa teoría. Así, como ya señalé, si el propósito de los autores de esta novela gráfica fue contar esa historia, ese lado “humano”, digamos, del asunto, o simplemente narrar cómo pasó que se “descubriera” el Big Bang, entonces su libro es un éxito y vale la pena tenerlo en la biblioteca. 
 
Quienes ya conozcan la historia y busquen una actualización o una buena exposición de la ciencia implicada, abstenerse.

Publicada en La Diaria en enero de 2015

7 historias, Tunda Prada



El arte de la historieta



Si la consigna fuera contar de qué van los relatos que componen 7 historias, el reciente libro de Luis “Tunda” Prada, una primera conclusión podría ser que, expuestos oralmente o con pocas palabras, no son gran cosa. 
 
Veamos. 
 
Está la historia de una chica que ve un OVNI; está la de un robo de billetera a un turista durante el Desfile de Llamadas; la del destino de un ona durante la conquista de la Patagonia; la de un encuentro posible con charrúas; la de un hombre que pierde a su esposa y unos hijos que pierden a su madre; la de un chico que le compra huevos a un viejo solitario y, finalmente, la de un muerto que regresa. Pareciera poco; los finales (con una única excepción) no dan vueltas de tuerca realmente interesantes y lo contado muchas veces parece quedarse en el lugar común o el cliché. Si bien todas las historias podrían generar, en tanto puntos de partida, cuentos cuyo valor esté dado por el tratamiento, el espesor literario, digamos, el hecho de que el libro de Tunda sea de historieta reclama notoriamente otro abordaje.
 
Y, por suerte, lo encuentra.
 
Si las historias que lo componen parecen poco interesantes desde el punto de vista narrativo, es por otro lado que pasa el valor de 7 historias. Hacer justicia a las sutilezas del arte de Tunda reclama sin lugar a dudas a un reseñista con mayor y mejor conocimiento de dibujo y plástica que quien firma estas líneas, pero la calidad del trabajo es tan notoria que esa primera impresión de inanidad de los asuntos narrados queda completamente avasallada por la belleza de las viñetas. Los relatos, entonces, se vuelven pequeñas maravillas que sólo podrían existir en la historieta; contadas oralmente, como decía más arriba, valen poco y nada: narradas en cuadritos, en secuencia, se vuelven hermosas. Tunda, entonces, logra movilizar lo específico del lenguaje historietístico, logra, en suma, armar un libro que es brillante precisamente en tanto historieta o porque es historieta. 
 
Esa última afirmación debería traducirse en un análisis pormenorizado de la narración visual de Tunda, de la composición de las viñetas, del uso del color y de la expresividad de sus trazos. En cualquier caso, una segunda impresión o una lectura más atenta (de un libro que invita a la relectura, que incluso la demanda) puede centrarse en la cuidada manera en que las siete historias son diferentes en estilo o en coordenadas de representación. Los trazos más esquemáticos o abstractos de “Gruta”, quinta de las historias, contrastan notoriamente con la riqueza cromática y figurativa de “Las piedras de la estaca de Bares” o “Panspermia”, tercera y cuarta respectivamente; del mismo modo, el tratamiento más visceral de “Siaskel”, la sexta historia, se aparece muy diferente a la caricaturización más humorística (y terrible) de los personajes de “Carnevale”, la última. Son siete estrategias visuales diferentes pero, a la vez, también está, sumamente visible, lo que cabría llamar el estilo de Tunda, por encima de las diferencias. Ese cuidado equilibrio entre la homogeneidad y la heterogeneidad apunta a un trabajo sobre la esencia, el clima, la idea o las emociones detrás de las historias, y la conclusión del lector termina siendo que Tunda eligió con cuidado las pautas o coordenadas de su arte según de qué  trataba en el fondo o a qué debía apuntar la historia en cuestión. El resultado, entonces, es de una solidez inusitada.
 
En cualquier caso, no es del todo cierto que las historias cuenten poco. Incluso aceptando que su valor está en las modulaciones del lenguaje historietístico, historias como “Panspermia” y “Gruta” apuntan a un contenido narrativo no carente de interés e incluso con resonancias humorísticas. El título de “Panspermia”, de hecho,  que alude a la teoría propuesta por Svante Arrhenius en 1903 para señalar que la vida pudo originarse en el espacio y luego “colonizar” nuestro planeta, permite resignificar lo narrado en esa historia y apreciarla en una revelada complejidad.
 
Es interesante que el libro se titule Siete historias, justamente cuando la historieta es mucho más importante en sus páginas que las historias narradas. Pero, partiendo de esa idea, pronto queda claro que el juego propuesto por el libro implica entenderlas como anécdotas o “historias” en el sentido concreto de “algo que una persona le cuenta a otra”. Tunda aporta breves textos a modo de epílogo a cada uno de los relatos, precisando su origen o los caminos por los que llegaron a su vida; así, la necesidad de vueltas de tuerca o finales “interesantes”, queda de alguna manera relativizada y se construye un personaje por encima de las siete historias, un perfil del autor como figura a la que confluyen determinadas narraciones en el orden de su vida.
 
7 historias aparece en un momento del comic nacional en que las propuestas editoriales más exitosas parecen uniformizar el panorama a libros armados en las coordenadas de una apuesta por lo estrictamente narrativo, por cierto rechazo a la experimentación y un visible trabajo sobre la comunicación más directa con los lectores. Acaso esa opción se desprenda de la orientación hacia una actitud más profesional o “editorial” por parte de los principales actores de la escena historietística local (Rodolfo Santullo, Pablo “Roy” Leguisamo, Nicolás Peruzzo, Martín “MaGnUs” Pérez, por nombrar a las cabezas de los proyectos editoriales más sólidos del momento), que buscaron, atinadamente, establecerse como opciones viables y consistentes de producción de historieta; a la vez, cabe extrañar actitudes más desafiantes, experimentales o incluso contraculturales, del tipo que era fácil encontrar, por ejemplo, durante la década de 1980 y parte de la siguiente. La salud de la historieta uruguaya, entonces, seguramente pasa por incorporar ambas actitudes y encares, y, de hecho, en 2014 empezaron a verse ciertas aperturas en ese sentido. El libro Palabra, de Sebastián Santana, es un claro ejemplo de una historieta –publicada, es importante señalar, por la editorial Belerofonte, de Rodolfo Santullo, que si bien en su línea editorial marca una preferencia por las narraciones sólidas, se permitió apostar por un libro que no pertenece a esas coordenadas– pensada desde un lugar más difícil, más riesgoso. Del mismo modo la aparición de 7 historias enriquece y complejiza la escena historietística con su propuesta, quizá no tan radical como la de Santana pero indudablemente más cercana a la plástica y a cierto trabajo sobre lo específico de la historieta que, por ejemplo, libros cuyo valor pasa más por la trama bien construida. Que sean publicados trabajos como este bellísimo volumen de Tunda es, entonces, una excelente noticia para la historieta nacional. Y, evidentemente, una fuente de placer para los lectores.

Publicada en La Diaria el 20 de enero de 2015