martes, 26 de abril de 2016

Misterios de cuarto cerrado, El oro del zar, El druida Merlín, Rodolfo Santullo et al

Literatura y viñetas




Va quedando claro que a la hora de pensar la producción de Rodolfo Santullo (1979) es imposible separar su trabajo literario de su trabajo historietístico. Es decir: si bien parecería cómodo hendir su obra en dos mitades y aplicar a cada una de ellas –a la que incluye las novelas Las otras caras del verano, Cementerio norte, Sobres papel manila, Aquel viejo tango, El último adiós y Matufia y a la que cuenta con Los últimos días del Graf Spee, Acto de guerra, Valizas, Cena con amigos, Zitarrosa, Cuarenta cajones y La comunidad (entre otras novelas gráficas)– procedimientos de lectura más o menos diferenciados, atentos a las particularidades de los lenguajes literario e historietístico, es sin duda más interesante ensayar una mirada más abarcadora y buscar elementos en común y patrones reiterados. De hecho, uno de los puntos más notorios de interés en cuanto al proyecto creativo del autor de Matufia es la manera en que ciertos códigos aparecen como intercambiables a una lectura atenta de sus novelas, cuentos e historietas. Esos códigos están claros: el uso marcado de los lugares comunes de ciertos géneros como elementos fundamentales de la estructura narrativa, el conocimiento extensivo de esos géneros en tanto corpus de obras y de procedimientos, el relato (la “historia bien contada”) como valor fundamental y la apuesta por el artesanado y la profesionalidad (lo confiable, lo versátil, lo consistente, digamos).

Vamos a tomar como punto de partida o pretexto para ilustrar esto tres de las últimas publicaciones de Santullo: Misterios de cuarto cerrado, El oro del zar y El druida Merlín: el porquerizo y el ladrón, aparecidas en distintos momentos de la segunda mitad de 2015 y este año efectivamente distribuidas en Montevideo.

La primera cuenta con el arte de ocho dibujantes: Leandro Fernández, Juan Ferreyra, Kwaichang Kráneo, Lisandro Estherren, Juan Manuel Tumburús, Roberto Viacava, Matías Bergara y Oscar Capristo, y se propone adaptar ocho cuentos clásicos incorporables al subgénero de la ficción policíaca señalado por el título. Hay, entonces, una doble operación de intervención literaria: Santullo parte de entender a los misterios de cuarto cerrado como un subgénero por derecho propio dentro del policial  y de que su lugar dentro de la o las tradiciones que los incorpora es privilegiado; esto, por más obvio o banal que pueda parecer a un lector experto en la narrativa policial, es sin lugar a dudas una operación de lectura, y por tanto una manera de, como ya he dicho, intervenir en un género literario desde un lugar que en principio le es más o menos ajeno, como ser la historieta. Es decir: trazar un puente, un espacio en común desde el que circular e influir ambos campos. Y la otra mitad de la operación señalada es la selección, porque Santullo confecciona algo parecido a un canon. Y allí aparecen Edgar Allan Poe (con “La carta robada” y “Los crímenes de la Rue Morgue”), G.K.Chesterton (con “La forma equívoca” y “El hombre invisible”, ambos parte del ciclo del Padre Brown), Arthur Conan Doyle (con “El jorobado” y “La banda de lunares”), Wilkie Collins (con “Una cama terriblemente extraña”) y Jacques Futrelle (con “El problema de la celda 13”). Los nombres convocados son sin duda ineludibles, y por eso llama la atención la incorporación de Futrelle, que podría parecer una figura de segunda fila. De hecho, Santullo, desde su prólogo, reclama una revaloración de la obra de este escritor y periodista estadounidense nacido en 1875 y muerto en el naufragio del Titanic.

La adaptación opera reduciendo los relatos al esquema más puramente narrativo –prescindiendo de otros valores posibles– y, en general, funciona muy bien. Hay, por supuesto, momentos más logrados que otros (la excelente adaptación del cuento de Futrelle vale como ejemplo de lo mejor del libro), pero también interviene acá la calidad del arte gráfico incorporado, que tiene grandes momentos en los aportes de Matías Bergara, Leandro Fernández y Roberto Viacava.

El corazón de la aventura
Habíamos señalado que Misterios de cuarto cerrado elabora algo así como un mini-canon de la narrativa policial. El género, por cierto, termina por convertirse en una marca personal del autor, sin duda alguna el exponente más destacado de este género en la nueva narrativa uruguaya. Pero cabría además pensar que hay en las lecturas implícitas en la obra de Santullo una atención especial dedicada a la obra de ciertos narradores decimonónicos y de la primera mitad del siglo XX, aquellos que también –a diferencia de una tradición más modernista o flaubertiana o del nonsense– partieron de la anécdota y “la historia bien contada” como valor fundamental. En esa lista cabe encontrar, por supuesto, a los escritores que aportaron al género de “aventuras”: Verne, Salgari, cierto Wells, Conan Doyle, Ridder Haggard, entre otros.

El diálogo con ese conjunto de autores es especialmente notorio en el segundo de los libros a considerar acá, El oro del zar, historia de aventuras (en formato además de novela histórica, ambientada en la guerra ruso-japonesa) que nos permite vislumbrar algo así como otro de los mecanismos fundamentales en la obra de Santullo. Se trata, como ya fue adelantado, de un uso particular del lugar común o el cliché, reintegrado a su función estrictamente narrativa. Esto ya había sido notorio en obras tempranas, como en Los últimos días del Graf Spee y su femme-fatale y su protagonista despistado. En El oro del zar, de hecho, el conjunto está anunciado incluso desde el prólogo: tenemos otra femme-fatale, rubia y alemana, tenemos un durísimo coronel ruso, un científico bonachón, un irlandés simpático y pleno de recursos y un grupo de mongoles misteriosos y llenos de honor. Así expuesto parecería aportar a una crítica posible; sin embargo, en las páginas del libro, estos clichés funcionan. Y, por cierto, entretienen. Se los percibe, en última instancia, como personajes de una suerte de comedia del arte de la narrativa de aventuras, una versión estilizada (y por tanto cargada de lecturas, intertextual y metanarrativa) de los clásicos (y los géneros) que están en la base de la formación de Santullo como escritor o en su espectro de lecturas.

Dicho de otro modo: Santullo cumple. Si algo se puede decir del guión de El oro del zar es que en líneas generales es correcto, satisfactorio, a todas luces bien logrado. Quizá no abundan los momentos brillantes –en el sentido de descollantes o “geniales”, pero la clave acá es que en principio no tiene por qué haberlos, en tanto lo que se busca es otra cosa. Además de entretener al lector, hay una evidente construcción del autor como un profesional, un creador versátil, un artesano (como opuesto al “artista” en este contexto particular), valores que aparecen notoriamente en otros guionistas de historietas contemporáneos de Santullo, entre ellos Nicolás Peruzzo y Pablo “Roy” Leguisamo, también preocupados ante todo por esa buena factura de sus historias. Valores, en última instancia, que Santullo maneja con soltura y aplomo.

Por supuesto que es ineludible el arte de Marcos Vergara, que encuentra en El oro del zar uno de sus mejores momentos. Más allá de la expresividad del dibujo y la hábil narrativa visual (ver la página 93 como un gran ejemplo del diálogo cine-historieta, por cierto), Vergara dispuso en las páginas de esta novela gráfica un más que interesante juego de registros: por un lado la “suciedad” gráfica de las historietas de aventuras más clásicas (Dante Ginevra, en el prólogo, invoca a los italianos Dino Battaglia y Sergio Toppi), con sus colores planos y sus errores de registro, y, por otro, el subtitulado amarillo de los VHS, que en El oro del zar es usado para traducir diálogos en japonés.


Leyenda en entregas
Queda para el final El druida Merlin: el porquerizo y el ladrón. En este libro opera también una adaptación,  al menos en un grado de relación con una fuente literaria intermedio entre la traducción a la historieta de relatos clásicos en Misterios de cuarto cerrado y la inspiración en un género o subgénero (las aventuras) considerado como un campo de recursos narrativos y tipos de personaje en El oro del zar. Hay, es decir, una fuente literaria y/o cinematográfica –podría ser La muerte de Arturo, de Thomas Mallory, o Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros, de John Steinbeck, o La espada y la piedra, el clásico de Disney, o la insuperable Excalibur de John Boorman– y un juego de variaciones trazado sobre ella: acá se trata de la infancia de un Merlín posible, con su iniciación a la magia en un formato que remite a las historias de “origen” del comic de superhéroes. Aparecen también los lugares comunes del género de iniciación y de los “orígenes” junto al vasto repertorio de la alta fantasía o la fantasía épica, “cambiapieles” (seres que pueden mudar de apariencia humana a animal) y la más o menos marcada sensación de un destino que aguarda al protagonista. Como en las otras historietas que comentamos y, en general, en la obra narrativa de Santullo, esos lugares comunes son insertados hábilmente a la peripecia del protagonista, de manera que, si bien se los asimila fácilmente como clichés, no llegan a operar en detrimento del goce del lector.

Es cierto, sin embargo, que en el caso particular de El druida Merlín puede llegar a parecer un poco insuficiente en términos de elaboración, como si valiera la pena pedirle más al guionista; se trata, por cierto, de la primera entrega de una serie, así que espacio para desarrollo hay, y además cabe tener en cuenta que el libro ha sido publicado en una colección dirigida a lectores jóvenes. Además, Santullo quizá no se plantea revolucionar o llevar al límite o “trascender” los géneros que practica ni ofrecer la Gran Novela Uruguaya, Rioplatense o Latinoamericana, sino más bien trabajar de manera competente, sólida y consistente, pero por  su ya probado talento es que vale la pena pedirle un poco más que lo que ofrece en El druida Merlín. En cualquier caso, la belleza del trabajo de Jok (que acá prescinde de su fuerte, las delicadas coloraciones, y ofrece un soberbio blanco y negro de alto contraste) hace que el libro valga la pena y que tengamos más motivos para esperar los volúmenes que le seguirán en la saga propuesta. ¿Ejemplos de su buen hacer? Por supuesto: la página 13, la página 61 y las páginas 34-35, todas ellas magistrales.

Publicada en La Diaria el 9 de marzo de 2016


Piedra, papel o tijera, Farías & Jozz; ¿Qué he ganado con quererte?, Farías & Santellán

Felisberto al azar




En 2015 fueron publicadas en Montevideo dos novelas gráficas con guión del argentino Alejandro Farías (Bahía Blanca, 1978). Se trata de Piedra, papel o tijera, en edición del colectivo editorial Mojito (que reúne a las editoriales Dragoncomics, Estuario, Loco Rabia y Belerofonte) y arte del brasileño Jorge Octavio “Jozz” Zugliani, y de ¿Qué he ganado con quererte?, con arte de Junior Santellán (Fray Bentos, 1982), editada por Belerofonte, Loco Rabia y Estuario y merecedora además de un Fondo Concursable para la Cultura.
Se trata de dos historietas especialmente ricas e interesantes, que, cada una a su manera, logran aportar facetas nuevas a la quizá un poco uniforme figura de la historieta uruguaya contemporánea (quizá incluso la rioplatense), en particular si consideramos el costado más “experimental” de su propuesta.

Pero vamos por partes. Piedra papel o tijera está narrada con pericia y vértigo. El título remite al juego de azar y el azar a la trama inasible de los acontecimientos, al qué hubiese pasado si en vez de…, un tema digamos “universal” –e inagotable– que Farías logra trabajar sin rebajarlo demasiado al cliché. La trama se instala en lo que podríamos llamar el subgénero del autosecuestro-que-termina-mal (o, mejor, de la complicación de un secuestro original), un poco guiñando al clásico Fargo de los hermanos Cohen. Lo de “que termina mal” puede parecer un spoiler, pero desde el comienzo de la novela Farías, astutamente, se encarga de sugerirnos que en el universo en que se mueven sus personajes no tiene sentido apostar por un final feliz.

Entre los momentos más destacables del libro hay que mencionar la página 20, con su división en tres secuencias secuenciadas verticalmente en el espacio de la página, y también la composición de buena cantidad de las viñetas: la última de la página 21, la página 27 en su totalidad, la segunda de la página 51 y las dos últimas páginas completas son buenos ejemplos del talento de Jozz. Si bien en el libro no aparecen muchos más juegos formales al estilo de la mencionada tripartición, la manera en que es explorada la narrativa desde la interrelación de historias paralelas acerca a Piedra, papel o tijera a la zona más experimental de la historieta rioplatense reciente, que tuvo, en su momento, un ejemplo brillante en los juegos formales de Maco en Aloha.

Ese acercamiento aparece todavía más claramente en ¿Qué he ganado con quererte? Si bien es la más irregular de las dos es también la más arriesgada y, por tanto (en un medio donde la perspectiva editorial es la que predomina, favoreciendo casi siempre obras de artesanado cuidadoso, recetas consagradas y temas “de interés”), la más valiosa. Para empezar, cabría señalarla como una de las pocas –poquísimas– historietas publicadas recientemente en Uruguay que prescinde del “contar una historia” como un valor central, en tanto el libro en su conjunto no puede reducirse (ni presentarlos en una jerarquía evidente) a ninguno de los tres relatos diferenciables: una vida Felisberto Hernández dibujada por la protagonista, la vida y peripecias de ese personaje (ambas forman una suerte de unidad metahistorietística, por cierto) y un tercero que, con magnífica ironía, cierra la novela y es propuesto como una historia de intriga y espías.

Las secciones que representan el trabajo de la protagonista aparecen dibujadas en un estilo que puede remitir al de ciertos comics de no-ficción –como el excelente Economix, de Michael Goodwin y Dan Burr–, mientras que la trama de espías es presentada de manera vintage, como una apropiación del estilo de las revistas Misterix y Hora Cero (por mencionar dos que aparecen retratadas en el libro).
Es cierto que la presentación de la figura y la obra de Felisberto Hernández es un poco ingenua o simple (de hecho el libro se inventa –o reproduce: hay una bibliografía al final– una manera de “justificar” la marcada orientación hacia la derecha de Felisberto, como si ese elemento biográfico fuese tan incómodo y obsesionante que se vuelva imperioso explicarlo) y aparece por ahí  (página 42) un Artaud confundido con Rimbaud, pero, más allá de estos y otros pequeños tropiezos (habría que decir, además, que a Santellán le sale magníficamente bien el estilo de las secciones dibujadas por la protagonista pero no tanto su parodia de la historieta clásica de acción y aventuras), las viñetas que construyen una lectura de la obra (y la vida) de Felisberto son brillantes, en tanto verdaderas metáforas visuales, por momentos tan extrañas e inquietantes como las imágenes del autor de El caballo perdido. Y esa digamos densidad poética no es un logro menor. En un año que vio excelentes reediciones de la obra de Felisberto (las de Cuenco de Plata y Alfaguara especialmente), la novela de Farías y Santellán se vuelve un libro imprescindible.
 
Un detalle más: vale la pena ponerse a pensar en la prologomanía que aqueja a la edición de historietas en nuestro país, porque en ella puede leerse un signo del perfil que ofrece el noveno arte actualmente y por estas latitudes. Las dos novelas acá comentadas exhiben sendos prólogos, y de hecho ¿Qué he ganado con quererte? incluye tres. Todos interesantes en sí mismos, es verdad, pero que curiosamente (salvo algunas líneas del tercero, a cargo del legendario dibujante argentino Luis Scafati, y los otros dos prólogos pertenecen a los argentinos Sol Echeverría y a Pablo de Santis) se limitan a referirse a Felisberto Hernández (como si fuera necesario presentarlo; ¿o lo es para los lectores de historieta? Hay algo, quizá, estrictamente funcional en estos prólogos), sin hablar de la historieta de Farías y Santallán. Quizá lo que pasa es lo siguiente: en las décadas de 1980 y 1990 el cómic local se buscó contracultural y combativo, y por eso si las revistas y fanzines publicados tenían notas editoriales (a modo de prólogo, digamos) era más bien para decir por qué todo lo demás era una cagada y lo que se estaba a punto de leer la salvación de la cultura nacional; ahora el objetivo es, o parece ser, presentar a la historieta como una forma integrada, civilizada y amable de cultura, como un producto viable (también desde un punto de vista económico) y, bajo sus códigos, serio. Por eso los prólogos de estos libros nos informan, nos instruyen, nos insertan en la relevancia de lo que vamos a leer y lo “justifican”. Pero muchas veces ese gesto opera con una suerte de seriedad impostada y un poco aparatosa, y siempre o casi siempre preguntarse si no debería mejor dejarse vivir a la historieta por su cuenta, por sus propios caminos.

Publicada en La Diaria el 23 de diciembre de 2015